ENCUENTRO LITERARIO EN ALUSTANTE
El sábado pasado tuve el gusto de ser recibida, con un cariño especial, en Alustante, un pequeño pueblo situado al sureste de la provincia de Guadalajara. Quedé sorprendida por el interés que mostraron, a pesar de la atrayente disparidad, todos los asistentes a la charla. Cada uno quiso resolver sus dudas, sus curiosidades, satisfacer todas las cuestiones que habían surgido, con la lectura de algunos de mis cuentos, en sesiones anteriores. La tarde derivó en un encuentro engalanado con risas y provechosas reflexiones.
Pero lo que, sin duda, me conmueve cada vez que piso aquellas tierras, es la fuerza con la que sus campos (inmensos y vivos todavía), se revuelven furibundos queriendo escapar de la soledad a la que injustamente se están viendo abocados. Caminos vacíos, casas deshabitadas… y es entonces cuando las voces de aquellos que vivieron y gozaron en aquel pueblo relegado hoy al abandono, claman justicia, sí, justicia para su hermoso municipio.
Gracias a todos por el cálido recibimiento (a pesar de la nieve y las fuertes ventiscas), por ese sorprendente interés hacia la cultura, hacia la letra bellamente escrita…, gracias, porque descubrir un rincón como el vuestro es lo que me hace confiar y creer en esta placentera locura en que he convertido mi vida.
Ahora os regalo alguna de las frases que escribí, hace ya algunos años, en una novela ambientada en Motos. Como os expliqué, yo llegué, si no recuerdo mal, en el año mil novecientos noventa y ocho o noventa y nueve, con dieciocho años y unos ojos dados a la ensoñación. Ahí va eso, compañeros.
Era un paisaje seco, con tonos descoloridos, amarillentos…, cuando uno andaba por sus calles, el crujir de los zapatos, al ir avanzando, hacía más que evidente la presencia de cualquiera. Los caminos eran de piedra y tierra, solo el pasaje principal, que recorría de punta a punta la escasa extensión de aquel lugar, estaba renovado con adoquines redondos y rudos confirmando que allí vivía alguien. No habría más de treinta casas y una pequeña parte de ellas estaban abandonadas, sucias o, prácticamente, derruidas. (…)
Aquel ramillete de hogares, probablemente desierto, se erguía tímido ante mí, musitando su historia, queriendo darse importancia, rogando mi presencia o la de cualquiera que lo volviera a uso, al movimiento de la vida. (…)
Las calles se deslizaban exhibiendo unas arrugas delatoras, mostrando varios años de uso y descubriendo innumerables días de retiro. Sendas irregulares, dibujadas a mano alzada, sin orden ni acierto. (…)
Árboles aferrados a sus tierras, bebiendo y escurriendo terrenos áridos, desteñidos. Agrupados, esquivando la soledad, uniendo sus pobres ramajes en lo alto, acariciándose y deleitando con la melodía de su follaje a los pájaros guardianes.
Campos escarbados por el trabajo, amplios, libres, abiertos, acercándose a un cielo de dulce, de colores suaves y brillantes, encantado de observarlos a sus pies.
Paraje de tierra seca y calles empinadas, lloraba recuerdos.
Un medio en perfecta armonía. Organizado de forma natural para seguir latiendo.
En el centro de la plaza, la frescura del agua gorgoteando, saliendo tras una boca de metal, cayendo limpia y muriendo ahogada en un sucio pilón enmohecido. (…)
Aquel entorno era el esqueleto de lo que en su tiempo fue un pueblo vivo, el refugio de numerosas almas, el confidente de pesares y regocijos de unas gentes que pasaron sus vidas allí dentro. Personas que nacieron y murieron. Generación tras generación fue pasando, cayendo a sus pies, abonando sus tierras, nutriendo su historia. Ajeno a la fugacidad humana, aquel paisaje continuaba presente, con ciertas pinceladas embaucadoras y algo sugerentes.
Hizo todo lo posible por conquistarme. Lo consiguió.
Y con esta frase me despido, dando las gracias a todos aquellos que se acercaron a compartir conmigo, la ilusión de las letras. Gracias Alustante y Motos.
Paraje de tierra seca y calles empinadas lloraba recuerdos.

Montse Espinar